lunes, 1 de octubre de 2007

La noche plástica

—¡Brindo —mugió la mole informe, color chocolate— por el hijo de perra que acaba de ganarme la silla!
Entenderá el lector la ingrata congoja que me invadió enseguida: la silla en que me hallaba era la única que había encontrado vacía; la Cosa oscura y frenética alzaba su vaso hacia mí: ergo, aquel brindis era a mi salud. Yo era el usurpador, y ya me incorporaba, más cauto que cortés (un manotazo de Aquello me habría hecho tragarme las encías), cuando Abuelio Larva me sosegó con su ancestral bonhomía:

—No le hagas caso, está borracha la pobre.

Volví a sentarme, lentamente, al ver que los kilómetros cuadrados de tela de la falda de esa mujer daban la vuelta y se alejaban. El miedo no es mi fuerte, de modo que le arrojé una colilla encendida.

—¿Quién es? —le pregunté a Larva, mientras la gorda corría en busca de una ponchera para apagar sus trenzas, que ardían bonitamente.

—Es Tomi, el pincel privilegiado que detenta la posesión absoluta del colorido indígena.

—Ah —dije, y luego de masticar mejor esa respuesta, volví a decir «Ah», pero Larva se había dormido, y allí comenzó mi ruina. Krusty de la Peña, reputado martillero, estaba cerca, y alcanzó a detectar la incomprensión supina que mi segundo «ah» escondía. Sonrió sobre su hombro —se oía de fondo una canción de Cuca— y no tardó en jalar del saco al anfitrión, Trikitrake Borceguí.

—¿Ya admites ignorantes en tus fiestas? —le susurró, pero fuerte, para que yo lo oyera.

—¿Qué? ¿Ignorantes? —Borceguí pareció estremecerse, y yo lo saludé, alzando las manos para que entendiera. Krusty me miró con ese desdén que hace hervir la sangre o la congela; la mía, por cierto, siguió tibiecita.

—Sí —volvió a arrugar la solapa de Borceguí, con más fiereza—. Tomi es nuestra gloria, pero todavía hay quien no la aprecia.

Trikitrake columbró que lo mejor era sanar por lo corto. Amistoso, sincero, noble que siempre ha sido, trató de presentarme con Krusty, o algo así, para que yo, en constructiva charla, contrastara con los suyos mis puntos de vista. O algo así, porque lo que hizo fue espetarle a Krusty, empujándolo con eficaz violencia:

—Y a mí qué me dices, ve y pártele su madre.

Vi aproximarse la considerable efigie del colérico y pensé: «Ésta es la noche que el sobrepeso eligió para matarme». Ágilmente, pues mis kilos de más son cosa del pasado, eludí el embate, y Krusty cayó KO por una pared asaz resistente. Borceguí voló por las sales, y yo decidí cruzar el aposento. Mi consigna era «camina, circula, muévete», pero pronto me fue imposible cumplirla: otro prófugo de la báscula me cerró el paso, devorando una cema enorme y abrazándome. ¿Habrá atisbado el lector de quién se trataba? Nada menos que de Rubén Hérdez, el Jabalí Insaciable. Zaféme, presto, de su saludo, y no me importó perder el Chocotorro que Rubencito sustrajo del bolsillo de mi camisa. Continué mi gira.

Algo más adelante, entre aquel mar detergente[1], dos figuras preclaras de la historieta nacional hacían gala de su simpatía: ninfas ojiazules de lascivos vientres al aire, galeros de sacos de tweed nevados de caspa, pintoras y pintores y personas que pintan, algún poeta, todos celebraban la aparición de aquellos genios que no dejan chiste en el tintero ni defraudan esperanzas: Tris y Jino, los heraldos de la risa dominical. «¿Cómo estás, Jino?» y «¿Cómo estás, Tris?» son las contraseñas —sépalo el lector como yo súpelo entonces— para ingresar a la Verdadera Buena Onda Tapatía. Traté de formarme en el besamanos, pero no se pudo. ¿La razón? El retorno de Tomi a la escena: venía apoyando su desmesura carnal en el brazo de Mata Pachecos, y gimoteaba:

—¡Ay, qué voy a hacer —tiempo para resollar y sorber moco y baba— sin mis trencitas adoradas!

Mata quería consolarla:

—Vamos a la morgue, Tomi, ahí te conseguimos otras.

Caminaban hacia mí, y dispúseme a pagar de un tirón todas las culpas de mi alma. No tenía escapatoria: Krusty de la Peña, redivivo, estaba a mis espaldas.

—¡Y lo peor —bramó Tomi, al verme frente a ella— es que ahorita estoy haciéndome un autorretrato mío!

Mata Pachecos corrió, feliz, a traer papel y lápiz, supongo que para trazar apuntes al natural del episodio macabro que se avecinaba. «¡Qué lindo, un homicidio!», gritaba.

—Tomi querida —comencé a decir con aplomo, cuando ya tenía sus rodillas en mi pecho, pero me interrumpí para que Abuelio Larva, que ya había despertado y se hallaba cerca, me aclarara una duda—: Abuelio, ¿habla español, ésta?

Santo remedio. Cuando el tecolote canta, el indio se levanta. Tomi empezó a reírse, y quedé libre cuando Krusty de la Peña, Trikitrake Borceguí, Rubén Hérdez y una docena de brazos más la alzaron en vilo.

—No parece, ¿verdad? —dijo desde las alturas, guiñándome un ojo y secándose las lágrimas con la sección noroeste de su falda—. Si soy india de los pies a la cabeza.

«Y eso es mucho decir», quise agregar, pero el aire me faltaba. Había fiesta para rato, pero opté por ausentarme tras dar una vueltecita más, que fue de provecho. (Vendo un caballete, por cierto, y una licorera y varios juegos de cubiertos). Salí de la noche plástica, y otra mejor —lluviosa, pero más comprensible— me oyó silbar «Angelitos negros» mientras echaba a andar mi troca y me alejaba.

[1] Habrá querido escribir «entre aquella mala gente» o «entrando al mar ni se siente», o incluso «vi a tu madre entre la gente»: la letra de Montenegro es casi indescifrable en esta línea. (N. del E.).

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